El tiempo que tenemos (reseña)
Alguna vez Tarkovski dijo que “el cine es un mosaico de tiempo” (1984), por lo que no sería erróneo decir que nuestra vida no es más que un mosaico de pequeños momentos suspendidos en el espacio.
Esto es algo que nos recuerda la última obra del realizador irlandés John Crowley, “We Live In Time” (en latino-américa, El tiempo que tenemos), quien en el pasado dirigió, entre muchas otras películas, Brooklyn (2015) y Golden Finch (2019). La cinta, protagonizada por los actores ingleses Florence Pugh y Andrew Garfield, cuenta la historia de una joven pareja que, al enfrentarse nuevamente a un diagnóstico de cáncer de la protagonista, deciden aprovechar al máximo el tiempo que les queda en vez de someterse a un doloroso periodo de anticipar lo peor.
El filme es contado a través de una narrativa no lineal, brincando en el tiempo para mostrar el desarrollo de la relación de los protagonistas – desde su concepción hasta la manera en la que deciden afrontar el diagnóstico de Almut (Florence Pugh).
Para ayudar a marcar las diferencias entre estos momentos en el tiempo, el realizador recurre a usar distintas paletas de colores además de estilos de edición: mientras que las memorias del pasado son cálidas y cortadas de modo constante (haciendo así alusión a la manera en la que uno recuerda e idealiza sus mejores momentos al hacerlos etéreos y sin ninguna temporalidad), el presente lo hace con una paleta de colores fríos, con tomas largas que hacen que tanto los personajes como la audiencia se vean forzados a sentir el peso de la realidad y las emociones que los duelos conllevan.
Sin duda, todos estos recursos funcionan a favor de hacer brillar la actuación de Pugh y Garfield, quienes nos recuerdan nuevamente porque son considerados parte importante de la nueva ola de actores de nuestra generación. Realmente es un deleite como espectador el verlos explorar el espectro de emociones, sumergiéndose en sus respectivos personajes y recordándonos lo bello que puede ser la experiencia del ser humano.
No sería sorprendente que reciban nominaciones o incluso sus primeros premios de parte de la Academia por el rango que muestran en este filme pues muestran un lado muy realista de lo que es sobrellevar un duelo que aún no ha pasado sin caer en la tragedia o la exageración de la misma.
La premisa es una que promete ser desgarradora pero, que al contrario, nos recuerda que la vida no sólo es el camino hacia esa “gran tragedia”, sino que es el recorrido en sí lo que vale la pena. Evoca lo grande que puede ser la pérdida de olvidarse de vivir en el presente por anticipar lo que pasará en un futuro – lo feo que puede ser caer víctima a nuestras ansiedades o precipitaciones por hacer que las cosas sucedan a nuestro favor. Un bonito recordatorio de que todo en este mundo, incluso el dolor, es efímero.
Es otra gran obra del realizador John Crowley – una buena exploración de la cotidianidad del día a día y los grandes momentos que ésta puede esconder si es que uno tan sólo se sienta a observarla. Digna de verse en cines acompañado de los que más quieres, para así salir y recordar que de lo más bello que esta vida nos puede dar es tener a alguien con quien ir a pasar el tiempo viendo una película.