Charlie Watts: la batería que hacía rodar a las piedras

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Han pasado años y años y años que he tocado la batería y aún ahora sigue siendo un reto hacerlo…’ Charlie Watts (1941-2021)

Una de las bandas legendarias dentro de la historia del rock and roll, los Rolling Stones, se vistió de luto el pasado 24 de Agosto ante la pérdida de uno de sus miembros, aquel que detrás del show de Mick Jagger, la excentricidad de Keith Richards y la sobriedad de Ronnie Wood movía a la banda, haciéndola rodar hacia diferentes ritmos en todo el mundo por poco más de 50 años.

Esa figura de talante serio, con su cabellera negra que poco a poco fue cambiando a ese blanco canoso en el que reflejaba la experiencia de su vida y obra, el gran Charlie Watts, dijo adiós a un mundo de locos en el que no volveremos a escuchar en vivo sus batacazos, su ritmo, sus pisadas, no sin antes dejar un legado con esta banda británica que se ha convertido en una de las más longevas de la historia.

Sin embargo, no estoy aquí para hablarles de su trayectoria, su vida y todo lo que logró con las ‘piedras rodantes‘, con aquellas ‘satánicas majestades’ que detonaron después del rock amable y propositivo del ‘Cuarteto de Liverpool‘ haciendo su propio ritmo y estilo alimentados de un blues sucio de actitudes rebeldes. Eso ya es sabido por muchos, por lo que, esta vez, rompo las reglas para ir a un lado mucho más personal, aquel en el que su servidor conoció por primera vez su música como alocado adolescente, convirtiéndose en una de las agrupaciones del rock favoritas del que escribe estas palabras.

Para ello, es necesario viajar a otro milenio, o para no sonar tan exagerados, a finales del siglo pasado. Era el año 1997, estaba en secundaria, plena edad de la rebeldía descontrolada y enfocada en la música del rock en tu idioma de los 90s, el apogeo de MTV Latino antes de que se convirtiera en un canal de realities. Este año marcaba regresos como el de Depeche Mode, David Bowie y, justamente, los Stones, que lanzaban su disco Bridges to Babylon.

Su primer sencillo, con un video bastante atractivo que además pegó duro en las listas de MTV, Anybody Seen my Baby?, mostraba a los veteranos músicos en las calles neoyorquinas buscando ni más ni menos que a Angelina Jolie en una época pre estrellato. Visualmente atractivo, era la melodía la que me atrajo, sobre todo por esa bateria de Watts y esa voz que parecía un lamento de Jagger.

En ese entonces, era un muchacho de secundaria con apenas 14 años de edad, en la edad de la punzada y vagando justamente por una chica que no ponía ni la más remota atención en mi figura. Además, era de los pocos tipos que le entraban al rock, rodeado de algunos amigos que optaban más por el ‘punchis punchis’ del dance y las chicas andaban tras de las boy bands que dejaron a New Kids on the Block de lado para pasar a los Backstreet Boys y N’Sync, entre muchos otros.

Definitivamente, era un hijo de la generación MTV y conocer esta música me abrió el panorama e hizo que, de alguna forma, escuchar a los Stones, Bowie, entre otros, me convirtiera en un alma rebelde, en aquel que se vestía con manga larga y agujeros para los pulgares al estilo Kurt Cobain, que no obedeciera las reglas de cortes de cabello y que iba en contra de las modas mismas del momento.

En esos tiempos, mi acercamiento al rock fue tremendo. Y los Stones estaban ahí, conformando ese mosaico de gustos musicales. Sin embargo, algo en el Bridges to Babylon me atraía más de lo que a muchos otros de mi generación. Y cual fue la sorpresa al enterarme que la agrupación de Watts, Jagger, Richards y Wood haría una parada en su tour para promocionar su disco en la Ciudad de México, evento al que no podía faltar.

Así, llegó esa fecha de febrero de 1998, donde el recién estrenado Foro Sol, que solamente había recibido a Davie Bowie y a U2 a finales del año anterior, se vestía de gala para recibir al longevo cuarteto inglés. Con los acordes de (I Can’t Get No) Satisfaction, la aventura de mi joven ser rodeado de puro veterano de treinta años para arriba comenzaría en una llamarada de la guitarra, seguido por la batería del inigualable Watts.

Esa noche fue mágica. Ahí supe que, en medio de todo el caos de la adolescencia, de mi vida en una ciudad que por primera vez tenía a un Jefe de Gobierno de un partido ‘de oposición’, mi perspectiva de rockero cambiaría para siempre. Mandé al carajo el hecho de que una chica me acompañara al show esa noche para simplemente dejarme llevar por la melodía de las canciones. Pero fue cuando escuché ese sencillo, ese tema que me dije: ¿porqué no los había oído antes?

Si bien todo el mundo ubica a Jagger y Richards, pocos son los que le daban ese respeto a Charlie Watts. Sin embargo, es su bateria, ese ritmo que imprimía a las rolas de los Stones lo que hacía que la banda inglesa, en mi punto de vista, rodara tan bien. Podría ser un blues, un rock puro y duro, una balada romántica, no importaba. Watts marcaba la pauta y le dejaba a los otros el espectáculo.

Escuchar esa noche canciones como Gimme Shelter, una de las más referidas en el mundo del cine que tanto me apasiona y que suele aparecer en cintas de Martin Scorsese, o toparme con la melodía de Sympathy for the Devil, un relato contado por el mismo diablo acerca de su paso por nuestro mundo, o ver que la audiencia del Foro Sol votaría por que los Stones tocaran She’s Like a Rainbow, que en ese entonces estaba de moda por ser el jingle de las computadoras Apple de colores, marcó mi futuro.

De ahí, la vena rockera se quedó en mi alma pero no con las nuevas bandas sino con ese rock clásico, de antaño, sobreviviente de épocas duras y que alimentó el alma de adolescentes como la mía. La conexión fue inmediata, sobre todo mi admiración por Watts, tal vez el primer baterista que de alguna forma me movió las entrañas de diferentes formas.

‘El Rock and roll probablemente ha dado más de lo que ha tomado.’ – Charlie Watts

No sería la única vez que vería a los Rolling en vivo aunque si tomaría un largo tiempo para mi reencuentro con ellos. Pasaron exactamente 18 años para volver a sentir esa energía en mi ser. Después de no ir al tour de A Bigger Bang en el 2006, mi reencuentro era una especie de venganza. Ahora, con casi dos décadas de diferencia, vendría preparado con el mejor repertorio. Esta vez, sería yo de aquellos viejos que verían a las nuevas generaciones vibrar ante su ritmo.

Curiosamente, mi urgencia por verlos surgía de dos inquietudes. La primera,  movido por un sentimiento de amor hacia su música. La otra, una auténtica preocupación de que si no lograba volver a verlos en vivo, a estas cuatro figuras del rock, posiblemente no los vería juntos en un escenario de nuevo. Esos dos factores se conjugaron con las ganas que los Stones tenían de seguir rodando.

En medio de un contexto completamente diferente al de la primera vez, ahora ya era un adulto disque responsable viviendo en un nuevo milenio, donde la tecnología había avanzado demasiado, nadie podía vivir sin celular y hasta el bloqueo en Cuba había terminado, situación que haría que las ‘satánicas majestades‘ tocaran por primera vez y de forma gratuita en este país, cerrando con broche de oro su regreso a tierras latinoamericanas.

A mis 32 años, ya era un ‘stoner’. Ahora, había pasado un buen tiempo en el que pude disfrutar de su obra, una que se extendía ya por más de cuarenta años, tirándole a las cinco décadas de una banda que sacudía a quien la oyera. Pero si había alguien a quien quería ver no era a Jagger sacudiendo sus caderas, haciendo alusión a ese himno escrito por Adam Levine y Maroon 5 acerca de sus movidas, ni a Richards o Wood haciéndole segunda. Mi mirada estaba puesta en aquella figura canosa del fondo, el baterista solemne, el gran Charlie.

Llegó la noche de marzo del 2016. Ahora, con cerveza en mano y en el público general en lugar de la grada más lejana del Foro Sol, no paraba de bailar, de echar desmadre, de ver a diferentes generaciones, abuelos, padres, niños, respetándose, rockeando, cantando en una noche que, ahora, queda como un gran recuerdo, ese de la última vez que estas cuatro figuras pisaban tierra mexicana.

Así, la noche se vistió de gala con la lengua característica de la banda, esa que ha servido de emblema a todos aquellos que siguen sus melodías. Ese 17 de marzo, jueves, después de una jornada laboral que se fue como agua, inició con Jumpin’ Jack Flash, que después de los primeros acordes de Richards, Watts entraba con la potencia de sus batacazos. Esa noche, la banda recorrió esa historia que tanto marcó mi vida después de ese febrero del 98.

Mis simpatías por el demonio se combinaron con la fuerza de Watts al convertir todo en negro con Paint it Black, al moverme al ritmo del Midnight Rambler, a dedicar canciones como Miss You y Angie, que me remitirán siempre a algunas cicatrices del corazón, para cerrar en alto con grandes clásicos que a la fecha, siguen retumbando en mis oídos y que no dudo en cantar o tratar de seguir el ritmo que éstas tienen.

Lamentablemente, el presagio que me obligó gustosamente a ir a este recital de mis queridos Stones, se cumplió hace unos días cuando, el día que festejaban los 40 años del lanzamiento de su emblemático Tattoo You, el más tranquilo del cuarteto, aquel que llevaba la mano incontables veces en el ritmo variado de sus rolas, falleció, haciendo que ese concierto, esa gira del Olé Tour se grabara en mi memoria como algo realmente especial.

Charlie Watts, para mí, sin necesidad de tantos reflectores, era aquel silencioso artista que no buscaba ni creía en la fama, que creyó en su talento e hizo lo que sabía hacer y amaba de la mejor forma. Su compás ha quedado marcado como testigo de la música en la que formó parte, pero sobre todo, en el alma de algunos rockeros, algunos más grandes, otros más jóvenes, que tuvimos el diabólico gusto de verlo en vivo, de disfrutar su animosidad ante la batería y de ser el alma detrás de la parafernalia de esa lengua tan famosa.

La noticia de su muerte cala hondo en mi lado melómano. Ese que se movió al ritmo no de las caderas de Jagger sino de su constante pisada, de ese sonido que podía ser tan sencillo como estridente y del cuál, mi tonta alma adolescente, se encariñó para hacer de los Rolling Stones una de mis bandas favoritas de todos los tiempos.

Quería tocar la batería porque me enamoré de las luces y el brillo, pero nunca fue algo relacionado a la fama. Era sólo por estar ahí arriba, tocando‘, decía Watts alguna vez. Y no cabe duda que ese amor, esa pasión por su labor, por estar tocando para toda esa gente que ahora lo despide, como su servidor, que le agradece esa devoción y ser ese corazón, esa batería que hizo rodar por tanto tiempo a las piedras británicas del rock. Descansa en paz, Charlie y que sigas brillando desde el paraíso de la música.

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