1982: el año que cambió el Líbano, la inocencia entre la guerra

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¿Qué es lo que más añoramos sobre nuestra infancia? La inocencia, quizás dirán algunos ¿Cómo es? ¿Qué elementos anecdóticos conforman la inocencia de un niño? Se me ocurren varios, pero la selección particular del director y guionista, Oualid Mouaness, dan en el clavo: los juegos con los amigos en el patio de la escuela, imaginar nuevos superhéroes, enfrentarse a los días de exámenes y hasta conseguir el valor para declararse enamorado de la niña que te gusta.

El foco de 1982: el año que cambió el Líbano (2019) está en Wissam (Mohamad Dalli) en un día cualquiera de junio de 1982. Según palabras de Mouaness, es una representación de sí mismo y muchos otros niños a esa edad cuando Beirut fue tomado por Israel durante la guerra que tenía contra Siria. Su mayor conflicto en ese momento es que será día de declararse a Joanna (Gia Madi), en pleno día de exámenes.

Al mismo tiempo, vemos a los profesores atentos de la radio que cada vez declara más cerca de Beirut a las fuerzas armadas israelíes mientras que los sonidos de bombas que se saben fuera de su territorio se escuchan cada vez más cerca. Entre ellos descubrimos las afiliaciones políticas del momento, un romance a punto de quiebre y las problemáticas familiares de Jasmine (Nadine Labaki), la profesora de Wissam.

Allí está el primer diferenciador de cualquier película de guerra: su crudeza no está en el campo de batalla, ni en la muestra gráfica de la violencia con bombas, balas y sangre; encontramos una constante tensión en lo que no podemos ver pero sabemos que está cerca, en lo que todo mundo adulto sabe pero no nos dice y sobre todo, en la invasión a nuestra vida cotidiana.

La amenaza constante de que la guerra toque a nuestra puerta puede ser terrorífica para quien es consciente de ella. La construcción dramática se separa en capas muy bien definidas para que nuestra visión de espectadores conscientes permanezca atenta de la amenaza bélica, mientras que el conflicto de enamoramiento infantil es la prioridad para nuestros jóvenes protagonistas. De un lado está la preocupación de los maestros que quieren mantener la calma frente a sus estudiantes, del otro están los niños que tienen los conflictos inherentes a su edad y estamos los espectadores que lo vemos todo.

Allí radica el segundo acierto: desde el emplazamiento de la cámara de planos cerrados en momentos de tensión infantil a planos muy abiertos cuando aviones sobrevuelan la escuela. Algo está sucediendo, eso es seguro. La ausencia de sonidos en algunas tomas o el exceso de ruido cuando las líneas telefónicas se saturaron en la escuela por padres alterados. Más allá de lo que nos están contando, se construye una atmósfera donde podemos empatizar con cualquiera de sus personajes.

Hoy en día la guerra sigue en ese lado del mundo y la vigencia a pesar de las décadas se mantiene. Desde este lado, tan ajeno al conflicto bélico que llega como ecos desde las noticias, a mí me transporta a esa inocencia colectiva de quienes nos fuimos de periodo vacacional en 2020 con la certeza de volver a la oficina o a la escuela y nos descubrimos dos años después con familias incompletas o con una distinta normalidad de regreso a nuestras vidas. No quiero imaginarme el impacto para alguien que tenga la guerra tan cerca.

Lo que prefiero imaginar es que esa inocencia que se refleja en imaginación y esperanza por estar bien pueda salir de la pantalla y reflejarse algún día en nuestro mundo. Esos guiños a la imaginación de Wissam son la esperanza de que no todo está perdido cuando la guerra existe.

 

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